La sabiduría del silencio. Maties Prades
El silencio deseado
"Si cada monje
de Poblet escribiéramos un capítulo de un libro sobre la Capilla de San
Esteban, el lector sentiría la necesidad de venir-vercontemplar-sentir-gozar la
belleza del Silencio y de la Palabra que se perciben dentro de esta joya del
románico ubicada en el recinto de nuestra clausura. Sentiría la necesidad de
escribir su propio capítulo, estoy seguro. Proporción, sobriedad, meditación
reposada, silencio sonoro y elocuente, sagrario de hierro forjado y de madera,
compañía fiel, búsqueda incesante, fidelidad celebrada en la intimidad,
Presencia transformadora, oración comunitaria de Sexta cada día, puerta
semiabierta...
Dice un proverbio árabe: No digas nada si no estás seguro de
que lo que vas a decir es más hermoso que el silencio. Lo tendría difícil
si tuviera pretensiones de aportar ideas nuevas. El silencio expresa realidades que
las palabras empobrecen. Los
enamorados gozan en el silencio que les permite escuchar la palabra de la
persona estimada, sus latidos, su presencia, su ser. No sabría decir más cosas
sobre el silencio de las que ya sabéis. Tampoco pretendo iluminar una realidad
que cada uno vive a su manera. Solo deseo compartir unos pensamientos con
vosotros, que son fruto de lecturas y reflexiones, paseos por el recinto
monacal, meditaciones sobre el ciclo de las estaciones y los cambios interiores
de las personas, también fruto de estos momentos mágicos de un silencio dulce y
envolvente vividos en esta capilla.
Así como el artista necesita el
silencio de su taller o estudio para llevar a término su obra, los monjes
reblandecemos nuestro corazón en el silencio de una capilla para que el Artista
dé retoques a su obra y la deje a su gusto. Comienzo invitándoos a entrar en
este magnífico lugar de recogimiento y oración, aunque sólo sea a través de la
puerta de la imaginación. La lectura de este artículo podría ser nuestro
encuentro silencioso con el Señor en un clima de fraternidad y unidos por la
oración. Algunos hablan del "Internet de la oración". Finalmente
escucharemos juntos la última homilía de San Juan María Vianney.
Cuando hablamos tanto del silencio es
porque tenemos necesidad de él. Oteamos el horizonte y anhelamos la palabra
esperada. Cuando en el silencio contemplativo esperamos la Palabra
transformadora, nos puede pasar como a los artistas y a los místicos que "ven"
lo invisible, pudiendo captar aspectos de las profundidades de la realidad que
nos permiten gozar de los misterios de la vida. Según el abad de Montserrat, Cassiá M.
Just, el monje que vive en este nivel puede ayudar mucho al que se encuentra
disperso, insatisfecho: La paz inalterable, el gozo, la delicadeza para saber
captar la belleza de las cosas, todo eso -aún en medio del esfuerzo, de la
lucha y de las decepciones que son el pan nuestro de cada día en toda vida
humana- solamente puede vivirlo un hombre que ha entrado en esta atmósfera de
silencio.
Los silencios inevitables
Nuestro tiempo está perdiendo el
sentido del silencio. Hablamos por hablar, con palabras vacías e ideas
superficiales que expresan nuestro desorden interior. Perdemos capacidad de
introspección, de reflexión profunda. La mente está dispersa ante tantos
acontecimientos inexplicables. Los medios de comunicación con su gran
influencia buscan aumentar el número de lectores u oyentes, posibles votantes o
clientes que a menudo no lo tienen claro ni a última hora. Vemos una huida casi
instintiva hacia el exterior, hacia el ruido que nos ensordece hasta dejar de
pensar. Buscamos evasiones que nos distraigan y eviten enfrentarnos con
nosotros mismos y nuestra realidad. Se dice que en nuestras conversaciones el
porcentaje es el siguiente: el 5% de ideas interesantes, el 20% de
trivialidades, y el 75% de murmuraciones. Si con la lengua bendecimos al Señor,
¿por qué hemos de hablar mal de los demás? (cf. St 3,9).
Cuando escuchamos, estamos más
pendientes de preparar nuestra respuesta por causar buena impresión... ¡vanas
pretensiones aunque estemos movidos por buenos sentimientos y propósitos
loables! Pero nos hacemos prisioneros de la imagen que queremos proyectar de
nosotros mismos, y nos construimos un mundo de ilusiones, y de tensiones si no
podemos conquistarlas. Movidos por el espíritu competitivo nos comprometemos en
proyectos que embellecen nuestro currículo, pero que hacen caer en el estrés.
Necesitamos tiempos de silencio para considerar todos los estímulos del
exterior y las impresiones interiores con el objetivo de actuar con prudencia y
responsabilidad.
Tememos al silencio porque lo
identificamos con la soledad. Pero la soledad buscada es un bien para
nuestra alma, un oasis de reflexión en el complejo mundo de las relaciones
humanas. Hemos de bucear dentro de nuestra mente y nuestro corazón para no
perder nuestra propia identidad: el
silencio interior nos depara muchas sorpresas. El aislamiento es muy
diferente: quiere decir sentirse solo, no comprendido ni amado. La persona
aislada busca el mutismo por miedo, o las conversaciones aunque sean
superficiales.
Según R. Tagore, el hombre se refugia en la multitud
ruidosa para ahogar la propia necesidad de reflexionar. Palabras proféticas
la de este poeta, aplicadas a nuestro tiempo: la sociedad global abre ventanas
para la comunicación, pero cierra las puertas a las relaciones sinceras y
profundas. El mismo correo electrónico, rápido y eficaz, la mayoría de las
veces carece de la belleza de una redacción elaborada y de la consistencia del
pensamiento meditado, y va a parar a las profundidades del olvido.
El silencio creador y fecundo es
vital para mantener en equilibrio nuestras fuerzas interiores. Respiramos
el reconfortante oxígeno del silencio. Las personas que se acercan a los
monasterios, más que el diálogo, van buscando el reposo y el recogimiento, un
oasis de paz en sus luchas cotidianas para poder decir: mantengo mi alma en paz
y silencio como niño en el regazo de su madre (Salmo 130,2). Pero hay silencios
que ahogan nuestra alma que busca palabras de orientación y de consuelo, o
hieren nuestro corazón que necesita amor. Como mecanismo de defensa se busca la
palabra fácil, hablar por hablar, salir de sí mismo para evitar encontrarse
consigo mismo. Una persona
pacificada por el silencio encuentra estímulos para solucionar los problemas.
Los silencios no deseados tienen el mismo efecto que el zumbido ensordecedor
junto a un avispero; muy diferente al susurro de una brisa suave que preparó a
Elías para encontrarse con Dios y escuchar su Palabra (cf. 1R 19,12).
Los huéspedes esperan una palabra
sabia y luminosa. Apreciamos hoy un anhelo de interioridad y retorno al
pensamiento concreto y vivencial. Actualmente, las ideologías se han difuminado
y los muros se han derrumbado, las especulaciones abstractas han perdido su
atractivo y se busca el sentido de lo real. Quedan los escombros esparcidos por
los suelos, que hemos de analizar en el laboratorio de la reflexión si queremos
construir un mundo mejor; aunque ya sabemos que el hombre tropieza dos o más
veces con la misma piedra.
¿Qué podemos decir los monjes en medio
de esta plaza global que es el mundo? ¿Seremos escuchados, nosotros que
vestimos y vivimos sin aparentemente diferenciarnos demasiado de nuestros
antepasados de la Edad Media? ¿Romperemos la fuerza del ruido y diremos una
palabra de esperanza? Podemos decir que el
buen vino se hace en el silencio, la oscuridad y el tiempo. Que una
persona, y también una idea, son gestadas en el silencio y en el misterio. Que
el tiempo es una apreciación subjetiva. Que, como Jesús, necesitamos del
silencio y de la oración antes de los momentos importantes y de las grandes
decisiones (cf. Mt 6,12; 22,39). Que el ser humano crece, como un árbol, con la
savia de la reflexión, y para un cristiano con la savia de la oración. Que no
debemos tener miedo a las tormentas de la primavera y a los calores del verano,
porque nuestra vida está en manos de Dios y nuestras raíces beben de las aguas
de Vida para dar fruto a su debido tiempo (cf. Salmo 1).
El silencio
transformador
El mensaje de san Benito es actual para el hombre y
el cristiano de hoy, ya que constituye una constante invitación a la plenitud
del amor auténtico. Un amor purificado por el fuego del Espíritu y por las
pruebas de cada día. Nadie nace monje, pero con el tiempo nos ganamos el título
de aprendiz. Deberíamos releer constantemente la doctrina del arte espiritual,
los capítulos 4 a 7 de la Regla (1). San Benito dedica al silencio todo el
capítulo 6, los grados 9 y 11 de la humildad, y los instrumentos 51,52 y 53 de
las buenas obras.
Por su parte, el documento más actual
de la Orden Cisterciense (2) coloca el silencio como parte integrante de
"la vida de oración": Respetando con fidelidad los tiempos de
silencio, nuestros corazones se disponen a escuchar mejor la Palabra de Dios,
estando más abiertos y atentos (núm. 63). El silencio no es una huida fácil
frente a los problemas que toda relación humana comporta. Tampoco es un
narcisismo enfermizo, ni supone incapacidad ni complejos. Las etapas de
aislamiento se superan con ayuda de Dios, por medio de la lectio divina, la
meditación de las Sagradas Escrituras y los escritos de la tradición monástica.
Si amamos el silencio, podemos entrar en el espacio interior escondido donde
captamos la presencia de Dios y donde experimentamos la necesidad de comunión
con los demás.
Las Constituciones
de la Congregación de la Corona de Aragón, a la que pertenece nuestro
monasterio de Poblet, también habla del silencio cuando comenta "la vida
de oración"; pero da un paso más allá al incluirlo en "la vida
fraterna de comunidad" (31,5) (3) Hay buena relación si hay mucha oración.
La clausura ha de ser un espacio de silencio y de recogimiento, lugar de
búsqueda de Dios y de relación misericordiosa con los hermanos. El espacio más
íntimo de la clausura es la propia celda, santuario íntimo. Muchas veces me
digo: "entra dentro de tu
habitación, y en la paz del silencio encontraras la respuesta"
El deseo de toda persona es
"querer la vida y desear días felices" (cf. RB Prólogo 15; Salmo
33,13). El mismo salmo nos da las pistas: Guarda del mal tu lengua, tus labios
de decir mentira; apártate del maly obra el bien, busca la paz y anda tras ella
(14-15). Cuando la literatura espiritual habla de la paz del claustro, debemos
ser conocedores de la lucha interior dentro de cada monje: hablar lo necesario,
evitar las conversaciones superficiales e irrespetuosas, evitar palabras
aduladoras y que falsifiquen la realidad La clausura ha de ser un (cf. RB
4,51-53). La abundancia de palabras inútiles esconde, muchas veces, la
imposibilidad de una comunicación auténtica. No podemos ser verdaderos monjes
si no nos liberamos de la tendencia a la mediocridad, a los entusiasmos
fáciles, a las influencias de la vanidad y de la ambición. Progresamos en la
vida monástica y en la fe cuando vamos por el camino de los mandamientos de
Dios, ensanchado el corazón, con la inefable dulzura del amor (RB Prólogo 49),
y cuando estamos convencidos del valor del silencio y lo amamos.
San Benito, experto conocedor de la
psicología humana y de las etapas del camino espiritual, propone un camino
lleño de discreción y equilibrio. Concede gran importancia al silencio total en
ciertas ocasiones y lugares, pero resalta mucho más el uso moderado de la
palabra. Creo que para él, el silencio tiene un doble valor: ascético y
místico.
Silencio ascético
a) Encuentro consigo mismo.
El silencio nos enfrenta a nosotros mismos. Dice André Maurois que el silencio,
como un muro invisible, nos devuelve el eco de nuestros secretos pensamientos.
El silencio nos desarma de nuestros mecanismos de defensa y nos hace
vulnerables. Pero si hacemos un proceso de simplificación, encontramos la paz
que ilumina los problemas y sugiere soluciones. El silencio interior ayuda a
conocernos y aceptarnos tal como somos. Sin estos requisitos sería imposible
nuestra vida dentro del monasterio vivida con alegría y serenidad. Si la
soledad y el silencio son vividos en y con Dios, culminan en el encuentro con
el hermano, con los hermanos. Cuando en el silencio sentimos la presencia de
Dios en nosotros, encontramos el valor de enfrentarnos a los problemas, y el
principal puede que sea el propio yo exigente y narcisista.
b) El silencio forja nuestra
personalidad. Con golpes que resuenan en nuestro
interior, normalmente, pero que nos preparan para las decisiones importantes y
las acciones eficaces. El monje peregrina por el desierto, siempre árido porque
muchas veces el Señor guarda silencio como si estuviera ausente. Pero ese silencio
se convierte en fuente de gracia para quien le escucha, según san Basilio. Las
manos amorosas de Dios, el Alfarero de nuestro corazón de barro, modelan
nuestra rebeldía que va cediendo gracias a la oración, la lectio divina y la
humildad. Sin ello caeríamos en la insensibilidad espiritual, y en un activismo
compulsivo para dejar de pensar.
c) Silencio y relaciones comunitarias. Las palabras inoportunas y los
silencios cobardes degradan la convivencia. Nuestros hermanos se merecen lo
mejor que les podamos dar. La palabra madura en el silencio. El estudio y la
meditación suponen un aislamiento, necesario para volver al encuentro de los
otros con más preparación y profundidad. Las alternancias de soledad y relación
evitan la fatiga en personas que están en constante relación en un lugar
cerrado, además propician una reflexión sobre los propios y ajenos errores, y
nos capacitan para el perdón y la misericordia. Pensemos que Jesús elevó el
silencio a la categoría de virtud heroica (cf. Mt 27,14). Si los monjes, con la
intensa vida de oración que llevamos, no somos capaces de mejorar nuestras
relaciones, somos o unos irresponsables o nuestra espiritualidad es pura
fachada.
Silencio místico
a) Silencio y oración. La vida
monástica supone una existencia psicológica, moral y espiritual unificada. El
monje, perseverando en el monasterio, ha de unificar todos sus ideales, deseos,
aspiraciones y proyectos en Dios. A la pregunta de quién era Dios para ella, la
monja carmelita Cristina Kauffman respondió en un programa de televisión: Dios
es mi amor, Dios lo es todo. ¡Bella y maravillosa es nuestra historia de amor
con Dios! Él nos conduce por sus inexplicables caminos, que no son los
nuestros, donde vamos perdiendo la vida para ganarla. San Benito no propone
ningún método de oración, simplemente aconseja postrarse con frecuencia para
orar (RB 4,56). Se muestra comprensivo al decir que la oración ha de ser breve
y pura, a no ser que se prolongue gracias a una inspiración de la gracia de
Dios (RB 20,4). Con una actitud de arrepentimiento y de conversión (cf. RB
4,57-58), que son las consecuencias naturales de una vida de oración,
escuchamos la Palabra, acogiendo la acción de Dios en nuestra vida, y
saboreamos los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad,
bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Ga 5,22-23). Si estamos bien
unidos a Dio, como el sarmiento a la vid (cf. Jn 15,4), daremos estos frutos,
compartiremos estos dones con nuestros hermanos de comunidad. Si no fuera así,
¿de qué nos serviría estar en un monasterio?
b) Silencio y contemplación. La
pureza del corazón es el requisito fundamental para penetrar en los umbrales de
la contemplación, en donde el Señor nos dice: Entra en el gozo de tu Señor (Mt
25,21). Según el gran arquitecto Gaudí, si la "palabra" es
imprescindible en el mundo presente, el "silencio" habla del mundo
futuro y nos pone ya, desde ahora, en comunión profunda con Dios y con la
Creación. El corazón yla mente se abren a Dios con la música del silencio.
Según san Serafín, cuando llega el Espíritu, hay que concluir la oración. Ha
llegado el tiempo del silencio, de la paz interior. El que me ama guardará mis
mandamientos, mi Padre lo amará y los dos vendremos a él y viviremos con él (Jn
14,23). ¿Podemos desear alguna cosa más?
María, nuestra querida Madre, nos
acompaña silenciosamente durante toda la jornada monástica y está presente en
nuestra Liturgia de las Horas. Ella conservaba todas estas cosas, meditándolas
en su corazón (Lc 2,19.51). Escribe san Bernardo, hablando a María: Dichosa
ciertamente, que percibes el eco dulce de su susurro en tu reposado silencio,
en el cual, sin duda, es bueno para el hombre aguardar al Señor.4.
La imagen románica de María en la
Capilla de San Esteban tiene un rostro sonriente y dulce. Seguramente nos
podría estar diciendo que está agradecida por nuestra compañía, pero que ahora
prefiere que vayamos a Ars a escuchar la última homilía de San Juan Maria
Vianney: Subió al púlpito, pero su voz ya no se podía escuchar. Los fieles comprendieron que quería
hablar del amor de Dios por la forma de mirar fijamente el sagrario con unos
ojos brillantes de amor y bañados con lágrimas que ya no tenía fuerzas de
enjugar. Fue su última predicación: la del Amor que se comunica sin tener
necesidad de palabras..." MATIES
PRADES Presbítero, monje de
la abadía cisterciense de Santa María de Poblet.